Tíbet, Dalai Lama, Hollywood...
Jon Odriozola Periodista
El 9 de enero de 2006, a los 93 años de edad, falleció el alpinista austríaco Heinrich Harrer. Su nombre no diría nada de no ser por el estreno en 1997 de la película «7 años en el Tibet», protagonizada por el hiperbóreo metrosexual -y buen actor- Brad Pitt, basada en el libro autobiográfico de Harrer. Pero ni en el libro, publicado en 1953, ni en el film, casi medio siglo más tarde, la expedición de Harrer al Himalaya se relaciona con los nazis y la II Guerra Mundial. Cuando la revista «Stern» desveló el pasado nazi de Harrer, éste lo negó rotundamente: lo suyo era sólo deporte.
Harrer nació en Austria en 1912, en los Alpes de Carintia. Estudió geografía y Educación Física. Tras la llegada de Hitler al poder en 1933, Harrer se afilió a las juventudes hitlerianas. Fue miembro de las SA y más tarde de las SS, pero no en Alemania, sino en Austria, donde el partido nazi era ilegal -o sea, un traidor a su propio país- hasta que Austria fue anexionada cinco años después por Alemania en el Anschluss.
En 1936 Harrer participó en los Juegos Olímpicos de Berlín (los de Jesse Owens bajo la biliosa mirada de Hitler) en el equipo de esquí austríaco. Dos años después fue pionero en escalar la cara norte del Eiger (cima suiza de los Alpes berneses), hazaña por la que fue llamado por Hitler, que lo recibió en persona. Tras la anexión de Austria, Harrer se convirtió en entrenador del equipo alemán de esquí femenino de descenso y eslalon. Al año siguiente, Harrer viaja al Himalaya no por razones deportivas, sino estratégicas, enviado por la Alemania nazi para preparar el ataque al Imperio británico en sus posesiones coloniales de la India. Himmler en persona había invitado a Harrer a participar en una expedición de reconocimiento del Nanga Parbat (en la actual Pakistán). Varios años antes, Himmler ya había enviado a Lhasa, capital del Tibet, un equipo de reconocimiento. Uno de los hombres de aquella primera expedición, Bruno Beger, era un nazi que, luego, siendo oficial de las SS, destacó como sayón en Auschwitz. Beger permaneció varios meses en Lhasa, donde logró hacerse con el apoyo de Tsarong, el mismo tibetano que luego ayudaría a Harrer a entrar en la ciudad prohibida. Tsarong era uno de los caciques más ricos de Lhasa.
Los nazis se proponían aliarse con los tibetanos, a quienes Himmler consideraba descendientes de los arios, para destruir las fuerzas británicas desplegadas en la India. En 1939 comienza la expedición al Nanga Parbat, pero la coartada alpinista de Harrer no engañó a los ingleses, que lo internaron en un campo de prisioneros en India, donde aprendió tibetano e hindi. En 1944 consiguió escapar y llegar a Lhasa, donde conoció a Tsarong que, a su vez, le presentó al Dalai Lama, de quien llegó a ser «maestro personal», así como asesor de ministros y funcionarios en la gestión de un Estado teocrático y esclavista muy lejos del país idílico que acostumbran a presentarnos los imperialistas.
Las cosas se complican en 1949. Los comunistas chinos liberan el país (para un lamaísta sería «invadir», claro) de la clerigalla que vivía del comercio y la explotación salvaje de los siervos que trabajaban las tierras de los monasterios y templos como en la época feudal. El nazi Harrer está en la primera línea de defensa de Lhasa frente al Ejército Popular de Liberación. Los monjes no oponen precisamente rezos ni plegarias a las tropas revolucionarias y la lucha es muy larga en el Tibet. Finalmente, la derrota le obliga a Harrer a huir del Tibet en 1951. Dos años después escribe su libro sobre el Tibet, presentado como una aventura personal y casi mística. El nazi se convierte en el mayor defensor del independentismo tibetano (como hoy EEUU de Kosovo) frente a la invasión de los «bárbaros» comunistas chinos que habían quemado los templos y santuarios lamaístas. A pesar de la derrota,la amistad con el Dalai Lama no se interrumpe: Harrer fue condecorado por el gobierno tibetano en el exilio con la Luz de la Verdad por su apoyo al Tibet «independiente».
El 14 de agosto de 1999 el Dalai Lama, líder espiritual del budismo tibetano, se presentó en el Central Park de Nueva York para dar unas charlas. La gente rica llegó a pagar hasta 1.000 dólares para oír hablar a este vendedor de crecepelos como los feriantes del far west.Fue promocionado por todas las cadenas de televisión gringas. Pero nadie dijo nada acerca de cómo es eso de pedir la independencia del Tibet y no decir ni pío sobre la colonia yanqui que se llama Puerto Rico, por ejemplo. ¿Sería hacer demagogia o, quizá, mal gusto con el anfitrión? Bandas de rock, estrellas de cine y otros ejemplares de lo más granado de la fauna intelectual que nos indican el camino (el tao) honran al Dalai Lama mientras agarran ronquera gritando «Euskal Herria askatu», digo «Tibet libre». Una figura de culto,un «santo» (para Disney y TriStar).
Tibet y el budismo tibetano serían de poco interés para el imperialismo norteamericano si no hubiera sido por la gran revolución china que barrió la vieja sociedad feudal. El Tibet prerrevolucionario era una región completamente subdesarrollada. Era una teocracia feudal agrícola basada en la servidumbre y la esclavitud. Más del 90% de la población eran siervos sin tierra. Sus hijos eran registrados en los libros de propiedad del terrateniente de turno. No había escuelas (si no había industria, ¿para qué?), aparte de los monasterios donde un puñado de jóvenes estudiaban... cantos. ¿Sanidad, hospitales, carreteras, educación de las mujeres? Qué risa. El Dalai Lama vivía en el Palacio Potala de mil habitaciones y catorce pisos. Se le escogía, eso sí, fuera de los círculos gobernantes para que fuera un peón bajo el control de los consejeros de la nobleza (al actual Dalai Lama la CIA le puso un sueldo a comienzos de los años 60). Hogaño el Tibet no es el de antaño de los, como diría Galdós, «curánganos», holgazanes y parásitos. También hay que decir que los comunistas chinos se opusieron a las ancestrales costumbres del Tibet y/o no las respetaron (por eso hoy se habla de «genocidio cultural»).
No hace mucho fue Myanmar (Birmania) y ahora China con el pretexto del Tibet y usando la estética emotivo-política monjil como si de bonzos vietnamitas se tratara y todo fuera igual y la historia no sirviera para nada. En medio los Juegos Olímpicos, otro alibi para atacar a China. Y no lo entiendo, porque si China se pone a vender dólares, la economía USA se va al garete mañana mismo. ¿Quiere el imperio morir matando?
Aviso a los capciosos que quien esto escribe no tiene a China por un país comunista, desgraciadamente.
El 9 de enero de 2006, a los 93 años de edad, falleció el alpinista austríaco Heinrich Harrer. Su nombre no diría nada de no ser por el estreno en 1997 de la película «7 años en el Tibet», protagonizada por el hiperbóreo metrosexual -y buen actor- Brad Pitt, basada en el libro autobiográfico de Harrer. Pero ni en el libro, publicado en 1953, ni en el film, casi medio siglo más tarde, la expedición de Harrer al Himalaya se relaciona con los nazis y la II Guerra Mundial. Cuando la revista «Stern» desveló el pasado nazi de Harrer, éste lo negó rotundamente: lo suyo era sólo deporte.
Harrer nació en Austria en 1912, en los Alpes de Carintia. Estudió geografía y Educación Física. Tras la llegada de Hitler al poder en 1933, Harrer se afilió a las juventudes hitlerianas. Fue miembro de las SA y más tarde de las SS, pero no en Alemania, sino en Austria, donde el partido nazi era ilegal -o sea, un traidor a su propio país- hasta que Austria fue anexionada cinco años después por Alemania en el Anschluss.
En 1936 Harrer participó en los Juegos Olímpicos de Berlín (los de Jesse Owens bajo la biliosa mirada de Hitler) en el equipo de esquí austríaco. Dos años después fue pionero en escalar la cara norte del Eiger (cima suiza de los Alpes berneses), hazaña por la que fue llamado por Hitler, que lo recibió en persona. Tras la anexión de Austria, Harrer se convirtió en entrenador del equipo alemán de esquí femenino de descenso y eslalon. Al año siguiente, Harrer viaja al Himalaya no por razones deportivas, sino estratégicas, enviado por la Alemania nazi para preparar el ataque al Imperio británico en sus posesiones coloniales de la India. Himmler en persona había invitado a Harrer a participar en una expedición de reconocimiento del Nanga Parbat (en la actual Pakistán). Varios años antes, Himmler ya había enviado a Lhasa, capital del Tibet, un equipo de reconocimiento. Uno de los hombres de aquella primera expedición, Bruno Beger, era un nazi que, luego, siendo oficial de las SS, destacó como sayón en Auschwitz. Beger permaneció varios meses en Lhasa, donde logró hacerse con el apoyo de Tsarong, el mismo tibetano que luego ayudaría a Harrer a entrar en la ciudad prohibida. Tsarong era uno de los caciques más ricos de Lhasa.
Los nazis se proponían aliarse con los tibetanos, a quienes Himmler consideraba descendientes de los arios, para destruir las fuerzas británicas desplegadas en la India. En 1939 comienza la expedición al Nanga Parbat, pero la coartada alpinista de Harrer no engañó a los ingleses, que lo internaron en un campo de prisioneros en India, donde aprendió tibetano e hindi. En 1944 consiguió escapar y llegar a Lhasa, donde conoció a Tsarong que, a su vez, le presentó al Dalai Lama, de quien llegó a ser «maestro personal», así como asesor de ministros y funcionarios en la gestión de un Estado teocrático y esclavista muy lejos del país idílico que acostumbran a presentarnos los imperialistas.
Las cosas se complican en 1949. Los comunistas chinos liberan el país (para un lamaísta sería «invadir», claro) de la clerigalla que vivía del comercio y la explotación salvaje de los siervos que trabajaban las tierras de los monasterios y templos como en la época feudal. El nazi Harrer está en la primera línea de defensa de Lhasa frente al Ejército Popular de Liberación. Los monjes no oponen precisamente rezos ni plegarias a las tropas revolucionarias y la lucha es muy larga en el Tibet. Finalmente, la derrota le obliga a Harrer a huir del Tibet en 1951. Dos años después escribe su libro sobre el Tibet, presentado como una aventura personal y casi mística. El nazi se convierte en el mayor defensor del independentismo tibetano (como hoy EEUU de Kosovo) frente a la invasión de los «bárbaros» comunistas chinos que habían quemado los templos y santuarios lamaístas. A pesar de la derrota,la amistad con el Dalai Lama no se interrumpe: Harrer fue condecorado por el gobierno tibetano en el exilio con la Luz de la Verdad por su apoyo al Tibet «independiente».
El 14 de agosto de 1999 el Dalai Lama, líder espiritual del budismo tibetano, se presentó en el Central Park de Nueva York para dar unas charlas. La gente rica llegó a pagar hasta 1.000 dólares para oír hablar a este vendedor de crecepelos como los feriantes del far west.Fue promocionado por todas las cadenas de televisión gringas. Pero nadie dijo nada acerca de cómo es eso de pedir la independencia del Tibet y no decir ni pío sobre la colonia yanqui que se llama Puerto Rico, por ejemplo. ¿Sería hacer demagogia o, quizá, mal gusto con el anfitrión? Bandas de rock, estrellas de cine y otros ejemplares de lo más granado de la fauna intelectual que nos indican el camino (el tao) honran al Dalai Lama mientras agarran ronquera gritando «Euskal Herria askatu», digo «Tibet libre». Una figura de culto,un «santo» (para Disney y TriStar).
Tibet y el budismo tibetano serían de poco interés para el imperialismo norteamericano si no hubiera sido por la gran revolución china que barrió la vieja sociedad feudal. El Tibet prerrevolucionario era una región completamente subdesarrollada. Era una teocracia feudal agrícola basada en la servidumbre y la esclavitud. Más del 90% de la población eran siervos sin tierra. Sus hijos eran registrados en los libros de propiedad del terrateniente de turno. No había escuelas (si no había industria, ¿para qué?), aparte de los monasterios donde un puñado de jóvenes estudiaban... cantos. ¿Sanidad, hospitales, carreteras, educación de las mujeres? Qué risa. El Dalai Lama vivía en el Palacio Potala de mil habitaciones y catorce pisos. Se le escogía, eso sí, fuera de los círculos gobernantes para que fuera un peón bajo el control de los consejeros de la nobleza (al actual Dalai Lama la CIA le puso un sueldo a comienzos de los años 60). Hogaño el Tibet no es el de antaño de los, como diría Galdós, «curánganos», holgazanes y parásitos. También hay que decir que los comunistas chinos se opusieron a las ancestrales costumbres del Tibet y/o no las respetaron (por eso hoy se habla de «genocidio cultural»).
No hace mucho fue Myanmar (Birmania) y ahora China con el pretexto del Tibet y usando la estética emotivo-política monjil como si de bonzos vietnamitas se tratara y todo fuera igual y la historia no sirviera para nada. En medio los Juegos Olímpicos, otro alibi para atacar a China. Y no lo entiendo, porque si China se pone a vender dólares, la economía USA se va al garete mañana mismo. ¿Quiere el imperio morir matando?
Aviso a los capciosos que quien esto escribe no tiene a China por un país comunista, desgraciadamente.
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