Constitución y represión

Antonio Alvarez-Solís periodista

El periodista Antonio Alvarez-Solís repasa, en el día de la Constitución española, las nociones más básicas y elementales sobre Derecho y democracia. Nociones ajenas al sistema político español, que niega los derechos de Euskal Herria y Catalunya «mediante una determinación política de raíz colonial». Una determinación política que estaba presente en Fraga, González y Carrillo, y que permanece viva en Zapatero y Rajoy.


Empecemos por sentar serenamente dos principios, ya que hasta aquí no llegan los gritos que caracterizan el galopante fascismo de nuestra época, por ejemplo en multitud de tertulias televisadas. Primer principio: toda constitución tiene por objeto fijar el perfil de una colectividad política en un tiempo preciso y determinado. Las constituciones solamente suelen perpetuarse en países sin pulso vital ya. Segundo principio: la práctica democrática de un pueblo le supone siempre un poder constituyente que no debe obturar ninguna ley con su rigidez. Un pueblo es un pueblo en marcha, no fijado en un pergamino. La ley, aun las que tengan un valor básico, es un convenio que dimana del poder del pueblo, al que se supone en dinámica permanente. Un poder que impida esa dinámica, por estar fijado en el pasado o defender intereses subrepticios, es un poder viciado y, por tanto, ilegítimo. Vale decir que la mayoría de los poderes actuales que conforman, informan y deforman al estado se caracterizan por su voluntad de inmovilismo y por el uso prevaricador de los instrumentos legales e institucionales, entre ellos la constitución. Son, esos poderes, poderes que cierran la puerta al futuro de los pueblos y manipulan, con salacidad, los valores que devienen falsos por la pretensión que entrañan. Unas instituciones que se autogeneran a si mismas nunca pueden decir que tienen humus popular. El pueblo está permanentemente en la calle, no en los papeles legales, que han de ser contratos ágilmente revisables.
Establecido lo anterior -que pretende abrir un debate sin histerismos ni cinismo alguno- vale decir que Euskadi, al menos en su actual y menguada dimensión de los tres territorios históricos, rechazó la Constitución española y se configura con una rotunda sustancia nacional. Por tanto, como ente nacional, o sea, en este caso no español, tiene perfecto derecho a reclamar una dinámica constituyente, que sólo se puede negar por Madrid -esa nefasta y vagorosa realidad de poder centrípeto e ilegítimo- mediante una determinación política de raíz colonial. Madrid trata a Catalunya y a Euskadi, sobre todo, mediante una exhibición indignante de violencia, como últimas tierras coloniales que le quedaron tras lo que debiera tenerse por aleccionador drama de finales del siglo XIX. La riada de violencias que sufre el pueblo vasco ha alcanzado un clamoroso e indignante volumen. Si el pueblo español reclama los sempiternos valores de nobleza, humanidad y libertad en que se recrea cotidianamente, no puede seguir apoyando las vilezas de un poder con antecedentes tanto inmediatos como históricos que le deslegitiman radicalmente. Así como se dice arteramente que el nacionalismo radical -esto es, el nacionalismo, sin más- impide una correcta socialización de la vida vasca, el nacionalismo español, alimentado por unos gobiernos tardo autocráticos, impide que en la Península ibérica se pueda desarrollar una vida pacífica y verdaderamente progresista. Con leyes sin Derecho en su entraña y con una acción jurisdiccional que ha convertido a tantos tribunales en simples agresores de la nación vasca, los gobiernos españoles -minados por un soterrado terror a la libertad- se han convertido en el obstáculo fundamental para las libertades que solemos llamar de Derecho natural, que son las que convierten a la humanidad en un familia superior, según se dice, dentro de la innúmera república de las especies.
En la ácida celebración de la Constitución española de 1978 hay que aclarar algunas de las cuestiones que hemos esbozado en los párrafos precedentes. La Constitución del 78 fue alumbrada en un momento emocional que ya la convertía en lábil y poco duradera si se razonaba con un mínimo sentido común. Fue una constitución no a favor de la ciudadanía del Estado español, sino una carta magna para celebrar la muerte del sangriento dictador que tuvimos durante cuarenta años. Es más, muchos de los que votaron la Constitución lo hicieron como si pasaran por un bautismo que les redimiera de su colaboración activa con el régimen franquista. Por si esto no fuera evidente, hay que considerar que la socialdemocracia que representaba tan turbiamente Felipe González hizo de la Constitución el sospechoso certificado de progresismo que les llevó al triunfo electoral del 82. Por su parte, Carrillo y compañía, con su expresivo y mortal eurocomunismo, arrimaron el ascua constitucional a la sardina de su deslealtad política con los combatientes republicanos y así fueron dibujando el camino por el que transitaron para alejarse del comunismo. Lo que digo tiene poca discusión porque los procesos biográficos de tantos y tantos están ahí explícitos y como prueba flagrante sobre la mesa. Añadamos más todavía: el sabido recurso al ruido de sables, que impidió un verdadero debate constitucional -que debiera haberse iniciado poniendo en cuestión la forma de estado, ya que la II República seguía siendo legal por haber sido amortizada por unos sublevados-, era un ruido más teórico y verbal que cierto. Felipe González y los que decidieron la continuación sustancial del franquismo sabían que hasta Norteamérica impediría cualquier intentona armada porque sus intereses quedaban mucho más protegidos con la pamema constitucional que con otra dictadura. Tal es la realidad, de la que fui testigo; realidad que llevó al Sr. González a realizar su primer viaje oficial como secretario general del agusanado PSOE precisamente a Washington, al que siguió su visita a México, que entonces presidía el Sr. Echevarría, para disolver la presencia legal republicana española en aquel país, que continuaba dando fe de la legalidad de la República destruida por quienes recurrieron para ello a un crimen de lesa patria. Todo esto es lo que ahora celebra Madrid con su homenaje a una constitución que ya no posee ningún sentido en el tiempo que vivimos y teniendo en cuenta las nuevas necesidades políticas de la ciudadanía. Ya en aquella hora escribí un artículo en «Interviú» para advertir de que aprobar la Carta Magna sin resolver antes el problema vasco supondría una declaración de guerra a la nación euskaldun. Y así ha sido.
Necesita España una constitución que tenga en cuenta dos cosas: que la mayoría conseguida por votantes españoles, a efectos de convalidación de leyes, no debe contar en dos naciones que no se consideran España como patria suya -pues ahí está la gran cuestión- y, después, que la ley fundamental no puede privar a un pueblo de su capacidad para seguir disponiendo de sus deseadas y nuevas legislaciones, incluso la primera y más importante, que es la constitucional. La misma España carece de auténtica libertad precisamente por su Constitución. La misma España vive sin libertad porque la han encerrado en el armario constitucional, en cuyo interior toda frescura legislativa se pudre y genera las miasmas de la dictadura, en la que seguimos residiendo, sea dicho de paso. Todo esto lo manifiesto modestamente -pues me asquean las retóricas estridentes de Madrid- desde la nación vasca y lo dedico en primer lugar a los que pueblan crecientemente las cárceles por el delito de tener ideas. Lo decía un general muy español: «Cuando oigo la palabra inteligencia siento el apremiante deseo de desenfundar la pistola». Era el general del «¡Muera la inteligencia», víctor que nos ha llevado a lo largo de los siglos a permanecer en un permanente estado de barbarie moral. Desearía que tanto el Sr. Zapatero como el Sr. Rajoy tuvieran la mínima lucidez de estadistas para no alimentar a la fiera con las piezas que cobran en Euskadi. Pero desde González y Fraga aún asistimos a un acelerado descenso -¡parece increíble!- por la escalera del envilecimiento público.

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